En una de las calles más recónditas
pero transitada por taxis y algún que otro transporte urbano; en uno de los
puntos cardinales que no llevan a ninguna parte, en la sempiterna Estación de
Waterloo, no se puede evitar el éxtasis o el asombro para los amantes de la
nostalgia de los museos no catalogados de la Revolución Industrial del siglo
XVIII.
Ciertamente, no era como lo había imaginado. Ningún libro lo había descrito
así.
Me había perdido buscando una salida y había caminado unos cuantos metros hacia
el puente. De pronto, encontré un enorme solar amurallado con ladrillos de
color teja que no sabría describir. En su interior, uno de los Centros
Comerciales, Bancarios y Alimenticios probablemente de los más antiguos del
Mundo, al estar situado en el Centro de Londres.
Ni la película más exacta del Western podía compararse a aquella maravillosa
estructura original. Ante esos pequeños edificios, nada de lo que se había
inventado después parecía real.
Se alzaba, majestuoso aunque sencillo, un pequeño caserón con un cartel de los
más originales que jamás hubiera leído. Sobre él se leía “BANK”, en letras
hechas por seres humanos de aquella época, tal vez en madera y algún metal como
el hierro. El tiempo había pasado sin duda, pero no se parecía en nada a lo que
los ingleses habían exportado décadas después a otros continentes para el
comercio. El almacén colindante, también era de las mismas proporciones que las
del banco, y no tenía ningún parecido con los modernos almacenes de mis Islas
Canarias, ni con otros que había en la misma ciudad. Notaba que aquel espacio
que un día estuvo muy cerca del Río Támesis, de algún lugar de más tránsito y
en esa zona del South Bank (nunca mejor dicho), no se había copiado ni siquiera
en Chile, ni en los EE.UU. siquiera.
Aquellas pequeñas y acogedoras infraestructuras seguían siendo las mismas,
aunque avejentadas por los años, las tormentas, los vientos, los veranos e
inviernos y, tal vez, la humedad y la polución de la gran ciudad. Tal vez
fueran sólo el objetivo de especuladores y arquitectos sin escrúpulos nada más,
pero no de otras personas, pues los vigilantes no se preocupaban en demasía, ya
que era un bien histórico, tal vez como lo fue una vez el Palacio de Cristal
pero en menor medida.
Nada tenían que envidiar aquellas casas a los modernos rascacielos de negocios
posmodernos, ni a los que los habían sucedido décadas más tarde con el auge del
tranvía, el carbón, la locomotora y demás episodios que ya conocemos. Aquello
no era ni capitalismo, ni mercado para mí. La entrada, el espacio y el aspecto
en general estaban hechos para un gran público, para personas con anhelos,
sueños, ahorros, gastos y necesidades. Toda su forma invitaba a visitarla, a
quedarse prendado de sus maneras bienintencionadas, sin grandes ostentaciones
neo-clásicas como en la cercana City, ni nada faraónico a su alrededor. Creo que
ni siquiera hoy sería posible reconstruir algo así, pues las prisas con las que
vivimos no nos dejarían hacer nada igual, tan urbano pero desde lo rural y
dedicado a la persona, a la ciudad, al tránsito, al negocio sin desacuerdo.
Estuve un tiempo después buscando estructuras similares y tal vez sólo encontré,
aquí mismo, algún viejo Ingenio, alguna fábrica con esa magia que la envuelve
porque hubo personas en ella que trabajaron a gusto y no vivieron nunca ni la
demanda, ni el stock ni nada parecido. Ni siquiera un ápice de estrés.
Era simplemente el mercado viejo. Me di cuenta de que la Historia se cuenta
según convenga, de que es muy larga y de que hay alguna fase en ella que nunca
estuvo mal.
Estructuras abandonadas: Tal vez sea mejor así, pues si no me hubiese perdido y
no me hubiera dado cuenta de que estaba allí, el solar no me hubiese contado
con tanto detalle los tiempos que vivió.