Cuento de Příchod.
Érase una vez que se era, un niño checo al que sus tutores pusieron por nombre Příchod, que significa "algo que viene".
Eran sus tutores unos alfareros, cantantes y joyeros, porque sus padres dejaron al bebé en una cestita un día de octubre muy frío y lleno de hielo en las calles de Chequia. El grupo de música, por llamarlo de alguna forma, se hizo cargo del bebé hasta que cumpliera los dieciocho años. Bueno, era un decir, pues lo querían tanto que daba igual si llegaba a cumplir noventa años y ellos ciento treinta y ocho, ya que seguirían queriéndolo como a su hijo de toda la vida.
Aquel otoño, Příchod fue vestido de copete y llevado a los Juzgados para ver qué se decidía sobre él. Hicieron de padre y madre Peter y Hanna, pero, en realidad, todos los días, terminaban calentando biberones, haciendo papillas, hirviendo agua y comprando jabón suave. Más tarde ocurrió de forma parecida pero no igual, con uniformes de colegio, ahorrando para libretas, libros y siendo la gran familia adoptiva de Příchod.
Él nunca se quejó de nada y siempre se mantuvo sonriente hasta en los peores momentos: cuando unos gamberros lo amenazaron con tirarlo al río con su bici, cuando cogió un fuerte sarampión que casi lo mata y cuando dijo sin pensar que quería una democracia avanzada en su país, que era comunista por ese entonces. Los músicos no se lo podían creer, así que tuvieron que decirle que había democracia, pero que estaba siendo analizada en un laboratorio polaco por los Curie -que ya habían fallecido hacía décadas-.
Un año, tuvieron que cambiar todo el taller y dedicarse a varias cosas a la vez. Sólo a dos de ellos y a Příchod les apasionaba poner discos y toda clase de música de la mejor durante las Navidades, que algunos años eran abundantes y felices, pero otros, demasiado frías, aunque animadas y llenas de golosinas, buñuelos, caldo de buey y té. Mientras, Hanna, Peter y Paola se iban a cantar a otros países y se quedaban el tío costurero y la tía joyera a cuidar al niño, pero el frío entraba por las rendijas y Príchod echaba mucho de menos a los demás. Por eso, no paraban de llevarlo al lago al mediodía, de darle sopas y de ponerlo a bailar con los discos que guardaban celosamente en las cajas de madera escocesa.
El muchacho, enorme para ellos que eran más bien bajitos pero muy fuertes, sabía tocar el piano con soltura, aunque no hubiera aprendido sino algunas nociones de Solfeo. También se atrevía con la guitarra y algún que otro instrumento de su escuela.
Lo peor era que no podía decir que sus padres eran unos músicos o unas buscavidas, porque el Estado de entonces lo podía enviar a un Reformatorio, a una Escuela distinta y lejana o a una Estatal no sé sabe dónde. Sin embargo, Příchod era prudente como el que más y conoció a grandes amigos y amigas en educación superior.
Un año, entraron en democracia. Entonces, el chico dijo a su familia: -¿Con que estaban analizando el método los Curie? ¿Y cómo se pega, como la radiactividad?-, dijo entre risas al llegar a casa. Tenía un sentido del humor contagioso, era alto y delgado, de ojos marrones claros y cabello liso, castaño, que solía cortarse al estilo Bee Gees, aunque ya fueran los años 90.
Příchod se sentía un aventurero nato. Le gustaba viajar y conocer mundo. Fue así como viajó a Eslovaquia, Rumanía, Alemania, Bélgica, Holanda y Reino Unido. Luego, con una beca pudo ir a Francia, España e Italia. Ya cuando todos eran checos y no checoslovacos juntos, estudió turismo y trabajó en una Agencia de Viajes en su misma casa: Habían reformado la parte delantera de taller a oficinas, ya que el río cercano era ahora un paseo y muchos restaurantes y bares se habían establecido en esa parte vieja de la pequeña ciudad, campestre y tranquila. A ese lado del río, praderas verdes, ganado, pastos, bosques y casas rurales seguían su vida desde hacía siglos, hasta que llegó el gelopuerto, que era un puerto para barcos de vela que se deslizaban sobre el hielo mediante varios sistemas de cuchillas, que cambiaría toda su vida y la del resto de residentes de la ciudadela para bien. Allí conoció a su novia, K Ziskat.
Una mañana fría de diciembre, se enteró por la prensa y por su novia, K Získat (que significa llegar), de que la Navidad había comenzado. Casi sin pensarlo, se casaron por el rito del alambique y también por varias iglesias y religiones, aunque en un taller de costura que tenían unos amigos y lo celebraron por todo lo alto. Invitaron a muchísimos vecinos y amigos. Comieron de todo, ya que habían traído víveres de varios países durante el verano. La fiesta fue grande y animada. Hubo tanto espacio en la vieja fábrica remodelada, que algunos se pudieron quedar a dormir la fría noche primaveral con sus sacos de dormir y mantas de lana que quedaban en la industria. El patio central sirvió de Patio de Ceremonias y las oficinas de dormitorios. Donde se trabajaba tejiendo, se instaló el comedor-sala, y en el que fuera un gran almacén, con grandes cubiertas de cristal y bóvedas naranja, se instalaron las cocinas eléctricas o de gas, las mesas donde muchos invitados dejaban regalos comestibles y bebidas.
A eso de las siete de la tarde, todo estaba preparado para el convite. Algunos funcionarios de la Alcaldía pudieron ir, pero no dijeron nada a nadie más.
La Luna de Miel les duró más de un año entero y no se sabe bien por qué sitios pasaron.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.