Blanquillo y los ocho gatitos. (Cuento de guasa).
Érase una vez un chico que estudiaba rezos y sermones. Su nombre era Blanquillo, ya que su rostro era puro y limpio cual los suelos de mármol de su amigo el Príncipe, del Reino de Nievespu.
El Príncipe Síman era un hombre noble y muy bueno, que gobernaba para bien en toda la Comarca, casado con una tal Blancanieves de los Cuellos Altos, pues cuenta la leyenda que sus antepasados llevaban unas camisas de cuello ancho y de sastrería muy anticuada. La muchacha era también buena y amable como un turrón, pero siempre se tapaba con medio velo, pues era demasiado famosa. Eres malpensado si crees, al leer esto, que me refeiero a algo raro sobre su silueta. Es tal y como escribo: que llevaba los cuellos altos.
Blanquillo siempre se preguntaba por qué Blancanieves, la joven princesa, siempre intentaba desaparecer: ¿será que es fea? -pues no, repetíase tras rezar en alto una oración- que la había visto en el baño desnudita y era guapilla- se contestaba él sólo. Blanquillo prefería los suelos de varios colores, tal cual y no los de pintura blanca, como se estilaba en aquella corte. Entonces, el príncipe le preguntaba: -¿Por qué rezas ahora, sin venir a cuento, Blanquillo?-
Cuando era pequeñín, en el parto, había nacido blanco, cual la nieve, pero sonriente como él sólo. Era tan bonito y guapo que las chicas y gentes corrían tras él arremolinándose y formando coros. Esto hizo que Blanquillo se retirase a los llanos y praderas a decir misas a cambio de oro y pequeñas cantidades de miles de monedas. Tenía una casa moderna y hacía merengues, pastas y pasteles, pero eso sólo lo sabían Blancanieves, el Príncipe y algunas personas de alcurnia del pueblo y algunas aldeas vecinas. Era su casa modesta, grande pero sólo con veinte cocinas, amueblada pero sin polillas, bien pertrechada pero con almohadillas...
Solían beber muchos licores en copas pequeñitas, con unas pastas de té para acompañar. Estas pastas las hacía el futuro pastor de misas y plegarias personalmente en su modesta casita (en las noches oscuras a solas, con su gran velón y su libro algo mágico, con grandes viñetas de colores y paisajes relacionados con su cocina y su baño con motivos pastorales).
Las tardes del viernes, las pasaban todos juntitos comiendo pastitas de té y removiendo pizcas de nata. Luego, bebían de las copitas de licor y comían pastas y galletitas, hasta que se enteró la bruja Mar, que copió esta costumbre en su gran casona de Rones. Allí, iban a visitarla dos viejas roqueras con bastón que decían "que el rock nunca moría, que el rock siempre vivía, ¡viva el rock'n'roll!"Y nada más decirlo se quedaban dormidas como troncos y roncando.
De la envidia que le entró a la Bruja Mar, cogió una cesta con alfajores, turrones y chocolates de licor (envenenados, caducados y de los más baratos, claro) y se los fue a llevar al cura-pastelero, que estaba cansado de comer dulces, y que por aquél entonces ya era casi una eminencia dando sermones. Todo de una vez; y "se marchan ustedes para su casa. Amén".
"¡Toc, toc , troc!" -sonó en la puerta- El pastor abrió la puertecilla asombrado y exclamó: ¡A estas horas! ¿Pero quién será, el molinero? ¡Virgen Santísima! ¡San Wenceslao! ¿Pero quién será? Y abrió encontrándose con ... ¡Un enanito y siete gatitos; miau miau! -¡Cosa rara!- Pensó para sus adentros más íntimos.
No era un invento de la bruja, como algunos pensarán, no, no. Era un enano de un circo lejano que actuaba en un teatro con los siete mininos y que se había perdido en el bosque, apareciendo luego por aquellos parajes recónditos. La luz de la luna lo había llevado hasta allí y había tocado para pedirle agua, zumos y leche frita para los gatos.
El pastor Blanquillo respondió al enanito: ¿Acaso cree usted que yo tengo una vaquería? ¿Viene usted con Rómulo y Rémulo, desde Roma, para que yo, humilde de mí, los alimente?
El enanito, asustado y asombrado, huyó despavorido, sin darse cuenta de que iba directo hacia la casa de la malvada y avarienta bruja Mar. Allí, ésta les abrió la puerta y les sirvió leche, dulces, refrescos y hasta embutidos. Cuando dormían, les puso espray para que despertaran muy malhumorados. Tan mal se despertaron, que se fueron por donde habían venido y no recordaron que Blanquillo les había prometido ir a una lechería y visitar un palacete con jamones serranos, hamburguesería, yogures y quesos varios. Además, había dicho que todo lo iba a pagar de su bolsillo porque le encantaba el teatro de Lope, de Las Vegas.
Entonces, la bruja, disfrazada de jovenzuela admirable con lazo cordobés en la cabeza, tocó con mano diestra la puerta y le dio fuerte a la aldaba para que se oyese, ¡hala! Ella, muy dicharachera, va y dice: "Que me' he tropesao con un enano y me ha dao por vení pa'quí que estoy mu'mala mu'mala y solaaa, hijo".
Blanquillo, por no echarle la puerta encima, le respondió con su mismo acento andaluz granaíno:
-¡Pues entra pa'dentro hija, ay, qué pintas! ¡Yas tás tardando, quilla! La bruja se rió con tantas ganas que se le cayó el disfraz y todo el careto y ¡cataplán! El cura se dio cuenta pero no dijo nada sino que pensó como una vieja hubiera pensado. Además, se dio cuenta de que había nombrado al enano y que traía el corsé y el abrigo lleno de pelos de gato y plumas de ganso desplumado. -Había hecho una sopa de ganso y esos gatos se han divertido de lo lindo en la cocina -pensó. A todo esto añadió: -Siéntate, que te preparo un filete empanao, niña ¡Como tá la cosa mu mala, encima eso!
- Y le dio unos boquerones mientras tanto, para que fuera abriendo boca. La bruja se fue olvidando de que era jovencita y se fue envalentonando, de forma que se le notaban las arrugas y también las verrugas. Empezó a perder la compostura y dijo así: Mira, Blanco, ¿quieres mis ricas sandías en cesta? ¡Uy! ¡Pero qué digo! ¿Quieres manzanas? ¡Traigo manzanas! -empezó a gritar en voz alta-.
Blanquillo, algo boquiabierto, se quedó pálido y miró. Como la bruja se dio cuenta de que la había descubierto, lo intentó estrangular con el pañito de las gafas que encontró a su lado, pero como no pudo, desistió. Le pegó con la tapa de la cacerola, pero Blanquillo se defendió con su "espada-tenedor".
Mientras, entraron de repente los gatillos del enanito por la puertezuela, y se le echaron a la bruja sobre los pelos y por el cogote. El enano, Telmo, la tumbó en la alfombra de teatro y le esparramó el azúcar sin darse cuenta, casi una saca entera.
Ocurrió lo inesperado: La bruja, mala, envidiosa y algo ligera de sesos, se empezó a volver amable, risueña, alegre mas inteligente como nunca antes. Se levantó y besó con ternura a Telmo. Tan bien le sentó el azúcar, que empezó a dar clases de baile en su casa y dejó su mala vida de costura, abstinencia y vaguedades de otros tiempos medievales. Empezó a hacer dulces, a comer fruta y a cuidar su figura. Se sentía renacentista y barroca toda ella. Se compró un acordeón y tocó para el gran público, en salas y con pantalones.
Así, de esta manera, se casaron locamente enamorados Telmo y la maravillosa Mar. Tuvieron dos hijos y no por azar. Pusieron una roulotte junto al hogar y más cosas. La bruja se hizo medio-hada y empezó a querer un poco a los animalitos y seres del bosque, aunque seguía siendo algo descuidada. Ambos amaban a sus hijos como si fueran recién nacidos y los mimaban todos los días. La gente la admiraba porque era estupenda, menos en el taller, que era una loca como una cigüeña, ¡eso sí! -decían las malas lenguas- "esta mujer, cualquier día estalla un artefacto y nos mata todos".
Sus amigas del grupo de rock se enfadaron con ella y se metieron en uno de "heavy-metal", pero no aguantaron ni una tarde, porque los jóvenes tocaban tan moderno y fino, que se quedaban las dos dormiditas y enamoradas de la moda juvenil. Mar sólo hacía mucho ruido en su taller con las herramientas. A veces, reparaba los juguetes del niño Rolls y la niña Royce.
El aparato de Mar nunca llegó a estallar, sino que el molinero incorporó el motor con Rolls y Royce, que Mar ayudó a construir contentísima. Como sus aspas no batían y el motor seguía moviéndose, a los dos días, estalló con un gran estruendo, con veinte caballos dentro, y se llenó todo de nívea harina. Nadie resultó herido, ni nada grave pasó, pero desde entonces el pueblito pasó a llamarse Blancaharinas del Molino. Los sacos fueron volando al Cielo y cayeron porque un ángel no los aguantó más. Los caballos Pegaso se convirtieron en remolinos de hielo y nieve en las alturas en honor de Jesús el verdadero Cristo.
El nuevo cura, pastor o sermoneador solía ir noche sí, día no, a casa de Telmo y Mar, pero prefería guardarse las copitas de licor (flojas de alcohol, decía) para acompañar con las pastas de Blancanieves y el príncipe Síman. Los tres eran casi uno por tanta amistad cultivada y tantos ratos de copichuelas.
Al final, como todo era blanco, Blanquillo se cambió el nombre por Otto, Blancanieves por Chus y el Príncipe se quedó como estaba, feliz aunque dudoso del nombre de Blancaharinas. Quería ponerle Negrotón, pero la princesa le dijo que no, que ese era un nombre feote para un pueblo de cuento, que para eso le pusiera Rojo o Verde y que colorín, colorado, ¡este cuento, se ha acabado!
N. B.: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Esto es así porque no hay gente que se llame Blanquillo ni nada por el estilo.